domingo, 29 de octubre de 2017
Las siestas de San Luis
Sandra Marina Lucero
Todos los inviernos y algunos veranos, recuerdo las siestas de San Luis, cuando visitaba a mi abuelo Pepe. Inundadas de uvas chinches, que marcaban el camino de lajas verde oscuras, unidas por pequeños ríos de cemento; hacían el deleite; de mis pequeños pasos, hacia la higuera, que coronaba el patio.
No me gustaban los higos, aunque jamás comí uno; es más; ahora que lo pienso bien, no se porque no me gustaban, si como dije antes, jamás comí uno. Pero, en fin, la mente infantil tiene explicaciones que la razón adulta desconoce.
Sé que las moscas verdes y ruidosas que alborotaban alrededor de los higos estrellados en el patio me molestaban; además ensuciaban las hermosas lajas que me gustaba mojar, para que se vieran aun mas verdes.
Mi abuelo; solía decirme que no debía ponerme debajo del árbol a la siesta; porque me iba a “flechar” y me dolería la cabeza todo el día. Yo, porteña y creída como ellos decían, me escapaba con una sillita que me había hecho; a mirar libros que él, un maestro de frontera jubilado tenía por doquier. La llevaba debajo del inmenso árbol prohibido y allí leía.
No eran libros de cuentos, sino, históricos, crónicas, cartas, biografías de próceres, poesías y mil hojas con olor a antaño oscurecidas.
Todos estaban forrados en un papel bordeau, que parecía ante mis ojos de niña, una piel de serpiente que me hipnotizaba.
Prolijamente rotulados y en cada portada escrito en tinta azul, con pluma, “José Hernán Lucero”, con la caligrafía perfecta de mi abuelo Pepe.
Algunos tenían dedicatorias y fechas muy remotas.
Yo los apretaba fuerte y trataba de sentir quienes los habían tenido en sus manos. Es una costumbre que no he perdido con los años, acaricio las paredes antiguas y trato de rozar la historia de las cosas en los museos, como si el acercar mis manos, llevara mi alma en el tiempo.
Desafiando sus órdenes, que perdían cierta rigurosidad y ante todo supervisión, porque como es costumbre en la provincia, dormían religiosamente la siesta.
Para mi era un momento mágico, en el que jugaba con la manguera y convertía la acequia que bordeaba el patio en un rio que desembocaba en la calle.
No había flores, en aquel patio, la tierra no era muy fértil y el abuelo tampoco constante para las flores. Pero había una planta de hojas anchas que se asemejaba a un yuyo para mi. Un día sentado bajo la higuera centenaria en su silla de lona, me pidió una hoja y como solía hacerlo, me dio clase sobre las utilidades de aquella planta llamada “Palan, palan”. Argumentó que servía para desinflamar y explicaba mientras la apretaba un poco y se la aplicaba en una picadura de tábano que se le había infectado. Yo lo miraba maravillada, siempre, tenía algo para contarme y aun cuando no preguntara nada él decía: - ¿Sabe para qué es esto mijita? . Yo solo movía la cabeza en negativa y abría mis ojos, como quien abre una puerta para dejar pasar mucha gente. Y así era, porque entraban a mi, relatos de hierbas de Neuquén, cuando fue maestro en Zapala, que usaba mientras vivió allí. De otras de la sierra, que posiblemente, pisé al pasar por ellas, sin saber de sus maravillosas cualidades.
Supe de mapuches que le regalaban libros en su idioma para que el maestro se los leyera, por lo cual él debió comprarse un diccionario y traducirles en la medida de sus posibilidades. A cambio ellos le enseñaban sobre plantas, remedios caseros y un sinfín de ciencias de la tierra que no encontré nunca en mis libros de escuela privada.
De hecho, admiraba a mi abuelo, aunque no se lo dije nunca. Ya me había recibido de maestra cuando el falleció y viví unos años en su casa de San Luis hasta que se vendió, el lugar seguía siendo hermoso, pero me faltaba él. De a poco los vecinos del barrio, que nos recibían todas las vacaciones con empanaditas al llegar, se habían ido muriendo uno a uno. Un día descubrí que aquel lugar se había vuelto un desierto y que los recuerdos se irían conmigo, en un camión de mudanzas muchos años mas tarde.
La casa se vendió y jamás volví a San Luis. Pregunté por los nuevos dueños, y mis primos solo dijeron: - Tiraron todo e hicieron un palacio ahí.
Yo solo pensé en la higuera centenaria que mi abuelo amaba. ¿Cómo alguien puede construir un palacio quitando un árbol?
Juré que no volvería a pasar por allí. No quiero mirar hacia el paredón de barro y ladrillos, ni a la vereda de vainillas amarillas, ni a la puerta verde pintada todos los veranos con aceite para que no se quiebre, no quiero subir el escalón de baldosas de cemento amarillas y rojas, ni cruzar el comedor, hasta la galería que me mostraba el camino de esmeraldas hacia la higuera…creo que no quiero que la niña vea, que su castillo en donde el rey; que la sentaba en su rodilla y le cantaba coplas con su guitarra… llenando sus oídos y su imaginación de fábulas y cuentos; ya no existe.
Prefiero este, mi recuerdo, porque aquí, todo sigue como era… en las siestas, de San Luis.
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